En 1981 se creó el Ministerio Público (MP) en el Perú. Un año después un sondeo publicado en la revista Caretas dio cuenta que solo el 22.7% conocía la existencia de esta institución y otro porcentaje aún menor tenía una idea correcta de su función. El presidente de entonces, Fernando Belaunde Terry, no escatimó elogios hacia una entidad que, según dijo, actuaba con probidad, dinamismo y valentía frente al crimen organizado.
Han pasado 44 años y quizá mucha gente sigue sin conocer en su real magnitud las funciones del MP. Lo único que ha cambiado es que ahora no hay elogios desde la presidencia. Desde el poder político se ha pasado del respaldo institucional al abierto hostigamiento.
La presidenta Dina Boluarte ha acusado al MP de presentar “denuncias al por mayor”, en clara referencia a las investigaciones abiertas en su contra, incluida la del escándalo de los relojes de lujo. Su primer ministro, Eduardo Arana, ha ido más allá, hablando de una supuesta “politización de la justicia”. El mensaje es claro: cualquier acción que incomode al poder es calificada como persecución. El Ejecutivo aspira, sin disimulo, a una justicia a la medida de sus intereses.
Peor aún, el Congreso ha demostrado estar completamente alineado con esta visión. Hace poco, una mayoría de legisladores —una vez más escudados en su control de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales— archivó la denuncia contra Boluarte por el caso Rolex. La Fiscalía queda así maniatada, no por falta de pruebas, sino por decisiones políticas que atropellan su trabajo.
La función del MP es investigar, caiga quien caiga. No puede ni debe supeditarse a la voluntad de un gobierno de turno ni a un Congreso que actúa como su brazo protector.