Los colectiveros informales que abundan en diversas arterias de Lima han sido, son y serán un grave problema para el transporte público, pero su accionar revela una idiosincracia que va más allá de ellos, que alcanza a vastos sectores sociales y hasta a instancias que, supuestamente, representan un nivel mayor en la escala de valores.

Los colectiveros informales invaden las rutas de los corredores formalizados, que tienen contratos con el Estado, paraderos exclusivos de empresas que pagan los impuestos regulados en el marco de sus concesiones.

La rebeldía de los colectiveros es tan extrema que no aceptan que la Autoridad de Transporte Urbano para Lima y Callao (ATU) ejerza, como su nombre lo dice, su autoridad y les impida circular.

Estas personas aducen que no hay empleo, que se ganan el pan honradamente y que tienen derecho a trabajar. Nadie los regula, nadie los limita. Pueden manejar salvajemente e incursionar desenfrenadamente en las avenidas como si de una selva agreste se tratara.

Los operativos con la Policía apenas logran intervenir una docena de autos y los llevan a los depósitos, desde donde vuelven a salir campantes para desafiar a la autoridad.

Lo mismo pasa, se puede decir, con centenares de actividades informales. No aceptar la autoridad y la incapacidad del Estado para imponer sus decisiones confluyen para generar un status quo denigrante, que debilita las instituciones y nos socava como país.

La fiscal de la Nación, Delia Espinoza, debió evaluar que mucho más daño le hacía a la Fiscalía quedándose que yéndose. Tuvo la oportunidad de dar un ejemplo de decencia, de respeto a las leyes, de desprendimiento y amor a la institución. Debió evitar el penoso espectáculo de arrojarse sobre las llantas de la grúa, como los colectiveros informales.