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La ola de indignación que recorre las vísceras del país y que se traduce en marchas, gritos estentóreos, arcadas y eslóganes de “Que se vayan todos” es justificada; pero es también justo que la crudeza de un análisis más amplio lleve a estos mismos ciudadanos a ver cuánto hemos contribuido nosotros, los indignados, en atiborrar este volquete de estiércol. Habría que apuntar a los protagonistas de la irritación. Se indignan los que coimearon al policía para evitar una multa, los que aprobaron el examen universitario plagiando, los que manejan ebrios, los que no pagan sus deudas y figuran en Infocorp, los que eluden los arbitrios, los que celebramos el gol con la mano de Ruidíaz, los periodistas que aceptan gollerías de la empresa privada, los que no respetan la luz roja, los que insultan impunemente por las redes sociales, los bodegueros y los restaurantes que no dan boletas, los que piratean el cable y el Netflix, los que compran entradas de reventa y, en fin, todos aquellos que incurrimos en alimentar la pandemia de la microcorrupcion y que simbolizamos esta sociedad enferma, que requiere mucho más que una reforma del sistema judicial, un nuevo CNM o la no reelección de congresistas. ¿Qué necesitamos? Primero, reconocer que estamos mal, muy mal, y que bien haríamos en no examinar esta pesadilla como si no habitásemos en ella. Debemos empezar a evaluar esto con la convicción de que el cambio empezará con nosotros mismos.