Por décadas, la universidad fue sinónimo de movilidad social. Hoy, para muchos, es una condena financiera. En EE.UU., la deuda estudiantil supera los 1.6 billones de dólares, con graduados de Harvard o Yale atrapados en préstamos que tardarán 30 años en pagar. En Latinoamérica, el escenario no es mejor: en México, Colombia o Chile, estudiar en una universidad privada cuesta más que lo que se ganará en años.

El problema no es solo el costo, sino el retorno. Carreras tradicionales como Derecho o Administración saturan el mercado con profesionales mal pagados, mientras áreas tecnológicas sufren escasez de talento. Peor aún, muchas de estas habilidades se aprenden en cursos de meses en plataformas tecnológicas por una fracción del precio de una carrera.

Claro, la universidad ofrece más que empleabilidad: formación crítica, redes y prestigio. Pero cuando un joven termina con una deuda que triplica su salario anual, algo falla. El mercado laboral ya premia más una certificación en AWS que un título de cuatro años.

No se trata de demonizar la educación superior, sino de exigir transparencia. ¿Por qué carreras con sueldos bajos cuestan tanto? ¿Por qué no hay advertencias sobre empleabilidad antes de matricularse? Mientras, opciones como bootcamps o educación técnica crecen como alternativas viables.

Vale la pena hacer el ejercicio de imaginar a un joven que hoy debe elegir entre endeudarse por décadas o buscar otro camino. Y aun si decide seguir la ruta tradicional, conviene que lo haga luego de una evaluación realista de los costos, riesgos y retornos.