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El gobierno del Partido dos Trabalhadores (PT) ha demostrado niveles de corrupción dignos de la peor historia latinoamericana de la infamia. Si bien la popularidad de Lula era, a todas luces, un epicentro de corrupción y clientelismo, Dilma supo por un tiempo alejarse de los escándalos mostrando un carácter de hierro al dejar que sus camaradas corruptos caigan si se comprobaba su participación. Pero la argolla del PT y su propio conocimiento de los hechos la obligaron a defender lo indefendible, provocando su destrucción.

Es fundamental comprender las consecuencias del mecanismo contra Dilma. Ronaldo Caiado, senador encargado de hacer el último discurso de la acusación, dijo: “La lección de este proceso es que el presidente de Brasil tiene que respetar las leyes del presupuesto y no tratarlas como una pieza de ficción”. Los presidentes no son demiurgos infalibles, ni dueños de la verdad absoluta, mucho menos de la certeza legal. Trece años de gobiernos de clientelismo izquierdista hicieron creer a Lula, Dilma y sus secuaces que el Estado era una chacra. La cruda realidad ha sido muy distinta. La oposición, a pesar de estar infiltrada por la corrupción, ha tenido la fuerza suficiente para echarla.

Ningún presidente o funcionario público es un virrey sin juicio de residencia. Si un presidente apaña los errores corruptos o los dislates ideológicos de sus correligionarios, coloca sobre su cuello una espada de Damocles. Por eso, las Dilmas de la política peruana tendrían que recordar la frase de Juscelino Kubitschek, este sí un gran presidente brasileño: “Yo no tengo compromisos con el error”.

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