La convicción para realizar reformas constitucionales apunta al retorno de la bicameralidad, congresistas electos por distrito uninominal, la renovación parlamentaria a mitad de mandato, la elección del Congreso durante la segunda vuelta hasta dejar de exigir la cuestión de confianza para investir al gabinete. Las propuestas desestiman otras para superar debilidades crónicas en nuestro legislativo: su falta de representatividad e inadecuado dimensionamiento. La primera se hará esperar a causa de la orfandad política que padecemos, la segunda dependerá de nuestra voluntad política.

Si somos acuciosos debemos reparar que los mejores parlamentos son los bipartidistas, rasgo que distingue a los legislativos anglosajones. Si bien para nuestra realidad resulta forzado reducir la clase política en dos partidos, las reformas podrían establecer barreras electorales para dimensionar el Congreso en cuatro bancadas e impedir su fragmentación, distanciándonos de la polémica sentencia del Tribunal Constitución que distingue entre un transfuguismo “bueno” de otro “malo”.

La composición parlamentaria que proponemos no significa perpetuar las organizaciones políticas, pues su representación podría menguar con el tiempo y desaparecer si pierden respaldo ciudadano en futuras elecciones congresales. Salvo algunas excepciones, menos que partidos tenemos bancadas poco sólidas y volátiles sin líderes de oposición, ni militantes con trayectoria. Por eso, lo prioritario es evitar la fragmentación del pleno en tantos grupos parlamentarios que comprometan su funcionamiento e impidan la gobernabilidad. Si las reformas no comienzan por implementar un Congreso compuesto por cuatro bancadas como máximo, con dos partidos grandes y otros dos que moderen radicalismos, los resultados serán inocuos para producir cambios notorios en las relaciones ejecutivo-legislativo.