El último presidente peruano que dejó el Gobierno sin problemas fue Fernando Belaunde Terry. Es más, cuando terminó su mandato constitucional en julio de 1985, la Universidad George Washington anunció a sus alumnos de la Escuela de Planificación que el fundador de Acción Popular se reincorporaría a la cátedra y debía empezar a dictar clases en setiembre de ese mismo año. De Palacio a dictar clases a una universidad de Estados Unidos. Ese solo hecho —impensable hoy— retrata con claridad el abismo moral y político que separa a los viejos líderes de los protagonistas del presente.

Han pasado casi cuatro décadas desde entonces y el testimonio de Mario Vargas Llosa, escrito tras la muerte de Belaunde en 2002, sigue resonando con fuerza: “Decir de él que no robó nunca, a pesar de haber estado cerca de 10 años en el poder –del que salió, en las dos ocasiones, más pobre de lo que entró-, es decir mucho, en un país donde, en los últimos 20 años, el saqueo de la riqueza nacional y la cleptocracia gubernamental han sido prácticas generalizadas”. Tristemente, esa frase hoy no solo se mantiene vigente, sino que parece aún más dura: desde 1985, todos los presidentes peruanos han enfrentado investigaciones por corrupción; algunos están presos y otros procesados o con un pie en la cárcel, y Dina Boluarte difícilmente será la excepción.

Más allá de las investigaciones por las muertes ocurridas durante las protestas, la actual mandataria ha demostrado un preocupante desprecio por las exigencias mínimas del cargo. Creo que abandonar el despacho presidencial para someterse a una operación estética, aparentemente mintiendo sobre su paradero, es una muestra más del deterioro ético e institucional en el que estamos inmersos.

Pese a que la mandataria negó más de una vez que las cirugías a las que se sometió en junio del 2023 fueran estética, el médico Mario Cabani la desmintió y además dijo que la intervención no fue un asunto menor. Sin embargo, lo peor es que fue casi imposible haber firmado decretos supremos el 29 de junio de 2023 en Palacio, tal como manifestó su asesora.

Esta cadena de escándalos no es un simple problema de personas: es un cáncer que está debilitando gravemente nuestra democracia. Cuando los políticos se sirven del poder en lugar de servir al país, cuando burlan las reglas, mienten y se aprovechan del Estado, destruyen la confianza ciudadana y minan la legitimidad del sistema democrático.