Ningún pueblo se salva de los intrigantes. Son consustanciales a la política, preexisten al Estado, están en el origen del poder constituido, pululan detrás de todo liderazgo. Se alimentan del poder y han vendido su alma al diablo, al demonio de lo efímero, mientras piensan que sus intrigas durarán para siempre y que pueden convertirse en los titiriteros de toda la esfera pública. Pasan información de un lado a otro y mientras juran amistad a unos disfrutan enemistándolos a todos. Aunque siempre están allí, su acción se intensifica cuando se acercan las elecciones. Como ahora.

Por eso, es importante mantener a raya a los intrigantes. Las elecciones, como todo hecho relevante de la política, constituyen un acto de unidad. Para vencer hay que lograr consensos, buscando la unidad de los que piensan de manera semejante. Todo liderazgo es unidad, acuerdo, consenso, comunión. Común-unión. Síntesis. La política de la intriga siempre es una política pequeña, sectaria, cainita. La división está hundiendo a las sociedades en discusiones peligrosas o bizantinas. Por eso, liderazgos fuertes que deberían unificar terminan debilitándose por la labor disolvente de los intrigantes. La intriga es un veneno lento, sin embargo, las sustancias nocivas inoculadas en el torrente del liderazgo tarde o temprano pasan factura y debilitan a los más grandes caudillos. Ha pasado así a lo largo de la historia, en todas partes, y el Perú nunca ha sido la excepción. La política no es el arte de la división, es el oficio de la unidad. El que divide no triunfa, perece sin pena ni gloria. Lo asesinan sus propias intrigas, lo purgan tarde o temprano, lo señalan sus víctimas, es emboscado por sus enemigos. Por eso, para triunfar en elecciones, hay un solo camino: el de la unidad.