Fue hace casi dos años que me debatía entre la vida y la muerte. Pocos han tenido ese privilegio, el ver ante sí la posibilidad real, casi inmediata, de ser derrotados en la lucha contra el ángel de la muerte. La vida se transforma entonces en una película que examinas con supremo interés, porque eres el protagonista, y las grandes preguntas se agolpan en tu mente, buscas las respuestas, ensayas las excusas, dejas el piloto automático y te pones a pensar.

Pensar, ¡qué peligroso negocio! Lo pequeño se convierte en absurdo y lo grande emerge con todo su poder, con todo su esplendor. No hay hombre que no sea grande y pequeño a la vez. El que no piensa, el que actúa por instinto, ese vive como un zombie. Recuerdo, entonces, el poema de Gonzalez Prada: “Para verme con los muertos, ya no voy al camposanto. Busco plazas, no desiertos, para verme con los muertos. ¡Corazones hay tan yertos! ¡Almas hay que hieden tanto! Para verme con los muertos, ya no voy al camposanto”. Hay vivos que están como muertes y flotan siguiendo el rumbo de los acontecimientos, la corriente los arrastra sin remedio y no son capaces de reaccionar.

Tenemos que remar mar adentro y contra la corriente. Varias lecciones me dejó la pandemia del COVID. La más importante es que vale la pena pensar, reflexionar, cuestionarse todo si hace falta. Y volver a empezar. Es un ejercicio difícil, un deporte mental extremo, de altísimo riesgo. Pero nos fortalece, nos permite mirar el futuro con confianza, sabiendo cuales son las verdaderas prioridades, lo que de verdad importa. ¿No es acaso eso lo que nos hace felices en vida?

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