En “99 historias de éxito de hábitos” de celebridades (Stawicki & Ingraham, 2020) comentan que Tchaikovsky caminaba exactamente dos horas diarias; Schiller necesitaba oler peras para ponerse a escribir; Víctor Hugo escribía desnudo y su asistente le daba su ropa solo luego de terminar su tiempo diario de trabajo; Nietzsche escribía parado; etc.

Las rutinas convertidas en hábitos estructuran a las personas, las organizan, dan seguridad y libertad para producir de acuerdo a sus capacidades. Es más eficaz que cuando trabajan en ambiente caóticos, desordenados, usan el tiempo según los impulsos de momento, que pueden ser muy creativos pero a la vez ocasionales.

Cuando los padres de niños de educación inicial me preguntan para qué sirve la educación a distancia en niños menores que apenas están conectados por momentos con los medios radiotelevisos o digitales, les comento que hay dos aprendizajes que hay que valorar gracias al tiempo en contacto, que es reducido por las capacidades de atención de los niños. Uno, los padres van adquiriendo una cultura de crianza al observar la manera como los profesores se relacionan con los alumnos, motivan, juegan, estimulan, gestionan sus intervenciones y relaciones interpersonales. La otra, la creación de hábitos (que les servirán para todo su desarrollo posterior), que se construyen sobre las rutinas sobre los horarios para conectarse, sentarse y focalizarse en ciertas actividades comunes a todos, responsabilidad para rendir cuentas, autonomía para resolver sus problemas, etc.

Pensemos en el valor de las rutinas como ganancias secundarias.