Toda la historia política clásica gira en torno a una idea esencial: se gobierna sobre la realidad, no sobre los deseos. Los pueblos que comprendieron esto y lo llevaron a cabo fueron más exitosos y poderosos que las comunidades que optaron por el sendero de las utopías, siempre ingenuas y peligrosas. Gobernar sobre la realidad implica la existencia de una clase especial que se entrena para el gobierno, que conoce, atesora y multiplica una técnica particular destinada a promover el bien común. Esa clase triunfa o fracasa en la configuración de un orden político eficiente y capaz. Ahora bien, en su naturaleza, desde su nacimiento, todos los Estados tienen que legitimar su existencia. Y para eso han de proveer.
Algunos lo hacen de manera más eficiente e innovadora. Otros, sin embargo, están anclados en paradigmas fosilizados, que no responden a la velocidad con que se transforma digitalmente el mundo. Nuestros Estados pasan de ser ogros filantrópicos más o menos comprometidos con las necesidades inmediatas de la población, a gigantes cansados que no atinan a responder al clamor de las masas. Y no atinan porque ya no dominan su lenguaje y no comprenden sus nuevas necesidades. Por eso es imprescindible redefinir la capacitación en nuestros Estados, apostando por una educación continua que no se agote en pequeños cursos que son como parches limitados.
Servir al pueblo es el objetivo máximo de la burocracia estatal. He allí su razón de ser, su destino y su función. Para servir hay que prepararse y conocer al pueblo, adelantándose en sus necesidades más acuciantes. ¿Cómo hacerlo si se ignora la realidad? Sin innovación, sin tecnología, sin inteligencia artificial generativa, sin capacitación orientada a la solución de problemas reales, el Leviatán camina en la oscuridad.