Muchos se preguntan por qué razón la sede principal de las Naciones Unidas se encuentra dentro del territorio continental de los EE.UU. (Nueva York), y la verdad es que la respuesta no es nada difícil. EE.UU. fue el país que, como ninguno otro del planeta, resultó extraordinariamente empoderado luego de la guerra de 1939. Todo fue gestado desde que terminó la famosa conferencia de Yalta (Febrero, 1945), en Crimea, península ucraniana -anexada por Rusia en 2014 en flagrante violación del derecho internacional- que reunió a Iósif Stalin (Unión Soviética), Winston Churchill (Reino Unido) y Franklin D. Roosevelt (EE.UU.), los países vencedores de la referida conflagración bélica. Washington sabía que debía capitalizar su marco de influencia -era el inicio de las pugnas ideológicas entre el capitalismo y el comunismo, propios de la Guerra Fría-, ante el foro planetario que cobraba vida luego del fracaso de la antigua Sociedad de Naciones o Liga de las Naciones que surgió al final de la guerra de 1914. Desde la firma de la Carta de San Francisco (1945), que es el tratado constitutivo de la ONU, la influencia de EE.UU. ha sido determinante para su buena marcha estructural, siendo el principal sostenimiento económico de la organización y de sus innumerables organismos o agencias. Ahora, la decisión de Donald Trump de romper con la Organización Mundial de la Salud, que no se ha retractado, confirma que ha perdido esa influencia. En 2018 la Casa Blanca se retiró del Consejo de DD.HH. de la ONU, y antes no pudo evitar que Palestina sea incorporado como miembro observador. Un signo más de que acabó, aunque sea temporalmente, el mundo unipolar.