El reciente video viralizado -en Minneapolis, Estado de Minnesota (EE.UU.)-, en que se ve como un ciudadano negro es reducido por un policía blanco que, inmovilizándolo sin misericordia y hasta con inmutable y escalofriante gesto de odio visceral, desoyó sus imploraciones hasta asfixiarlo, consumando un incontrastable homicidio, pone otra vez en primera plana, el inacabable racismo en el tantas veces jactado país de todas las sangres.

Se trata de una realidad recurrente, penosamente histórica y estructural en EE.UU. En efecto, durante la Guerra de Secesión (1861-1866), fueron los rebeldes confederados racistas los que se enfrentaron a los Estados unionistas en un país que estaba en pleno proceso de afirmaciones nacionales y donde se había vuelto un credo la doctrina del Destino Manifiesto desde el instante en que las Trece Colonias lograron su independencia (1776), con George Washington a la cabeza.

Los esfuerzos de algunos presidentes -contados con los dedos-, como Abraham Lincoln o John F. Kennedy -extrañamente los dos asesinados-, que asumieron el tema del racismo frontalmente, o Barack Obama, el primer mandatario negro en la historia estadounidense, o la lucha del activista Martin Luther King, también asesinado, no han podido darle vuelta a la página para echar a andar a un país heterogéneo.

En el mundo, los negros son alrededor de 1000 millones, y en América viven unos 200; de ellos, cerca de 40 millones en EE.UU. y lo trágico es que en este país como en otras partes de globo, hasta ahora nadie ha podido abordarlo profundamente con educación, pues el racismo, casi siempre solapado, persiste por la ignorancia.