El impacto que viene produciendo el Estado Islámico en la sicología colectiva de la sociedad internacional -decapitando, quemando vivas a las personas, volándolas en mil pedazos y ahora torturando niños- no tiene cuándo acabar. El video que circula desde ayer en las redes sociales no admite mayor comentario y pone al descubierto, una vez más, la crueldad sin límites hacia los niños y los adolescentes, que son de acuerdo al derecho los más desprotegidos e indefensos de la sociedad.

El trauma que les produce no es solo por el dolor físico, que ya es condenable, sino por el sicológico, que podría desencadenar secuelas irremediables en los menores de edad. Durante el siglo XX se han hecho esfuerzos importantes para velar por su protección internacional.

Lo hemos visto implícitamente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que aprobó la ONU en 1948, así como en el momento estelar de su protección, el 20 de noviembre de 1959, en que la ONU aprobó la Declaración de los Derechos del Niño; y, finalmente, en la firma, en 1989, de la Convención sobre los Derechos del Niño y dos protocolos facultativos.

Los derechos nacionales de todos los países miembros de la organización planetaria se han ido adecuando progresivamente a la norma internacional, entre ellos el Perú, y contamos con nuestro Código del Niño y del Adolescente, también desde ese año.

Pero al Estado Islámico no le importan estas normas jurídicas del derecho internacional porque siendo un grupo extremista, considerado un actor no convencional dado que está al margen de las reglas establecidas, le es irrelevante lo que la comunidad internacional decida o acuerde.

En ese sentido, no podemos permanecer con los brazos cruzados ante este flagelo. Existe un mayor apremio por neutralizarlos, porque sus actos podrían seguir produciendo daños irreparables en los niños que son el futuro de la humanidad.