El 2019 ha sido un año crucial, histórico. Basta recordar los hechos de la política e, incluso, el subcampeonato de la selección peruana en la Copa América. Pero hubo un hecho dramático que sin duda marcará también de manera especial este año en la historia peruana: el suicidio de Alan García.

Mucho se ha hablado sobre la fatídica muerte del dos veces presidente. El Apra y sus defensores han dicho que fue un martirologio, una muestra de desprecio hacia sus adversarios y odiadores, como el mismo exmandatario lo dejó escrito.

Es cierto que la euforia inicial que apuntalaba el gesto heroico ha ido disminuyendo, y se han ido robusteciendo, más bien, las voces de sus críticos, insuflados por las revelaciones más recientes que han ennegrecido más su leyenda de sospechoso contumaz.

Y es que, como lo dijo en este diario el editor general de Correo desde Lima en una intensa columna, Francisco Cohello: Alan García murió por segunda vez, y de un modo más fatal, el día en que se revelaron las declaraciones del empresario Miguel Atala sobre la entrega de sobornos triangulados en sus propias manos y en distintos lugares, incluso en Palacio de Gobierno. Después, como todos hemos sido testigos, han llegado más revelaciones furibundas, como aquella de Luis Nava, su exbrazo derecho, detallando la entrega de maletas y mochilas cargadas de dinero de Odebrecht, siempre de manos de Jorge Barata.

Estos días, la publicación de sus “Metamemorias” también lo han puesto en el ojo público. Un éxito editorial, según sus promotores. Pero que por supuesto no contemplan nada de lo que se está conociendo por boca de sus excolaboradores.

García murió obsesionado por la historia, por su lugar en ella. Hasta ahora, sin embargo, su muerte no ha hecho más que destapar las bocas que durante mucho tiempo estuvieron calladas. Y eso quizás termine marcando más la historia del exmandatario y líder del Apra.