No, en realidad no fue Pedro Castillo. Tampoco fue el comunismo, que es una palabra informe e hiper manoseada en estas últimas semanas. No. Fue el antifujimorismo el que lo hizo. Y por tercera vez consecutiva. El antifujimorismo que le dio el triunfo a un profesor rural que, a ojos de muchos, hubiese perdido con cualquier candidato. Sí, con cualquiera.

Es que sí: Castillo hubiese perdido con cualquiera, muy probablemente. Con cualquiera, menos con Keiko Fujimori.

Lo que esta tercera derrota de Keiko demuestra es que numéricamente una mayoría (aunque entre comillas) de peruanos prefirió en las urnas a ese candidato con limitaciones innegables y con una preparación escasa para el cargo. A ese profesor al que terruquearon y que es llevado por un partido manejado por un grupúsculo de izquierdistas trasnochados y de dudosa reputación.

Las dos opciones eran terribles, ya se ha dicho, pero había que elegir a uno, el país tenía que decantarse por su mal menor una vez más. Y una vez más, por tercera vez consecutiva, el mal menor terminó con la cara del contrincante de Keiko Fujimori. Ni el apoyo expreso del establishment, ni el abrazo de oso de los Vargas Llosa y el esfuerzo por “blanquear” la reputación de la señora Fujimori pudieron llevarla a Palacio. (De hecho, desde que tiene una participación activa apoyando a candidatos presidenciales, es la primera vez que nuestro novelista Mario Vargas Llosa pierde en su apuesta)

Entonces, los que ahora están abatidos y desconsolados por la victoria proclamada de Castillo deben llegar a este punto y aceptarlo: Castillo ha llegado a la presidencia gracias a Keiko Fujimori. El antifujimorismo ha vuelto a ganar una elección. Sin Keiko, la segunda vuelta no hubiese activado a esta especie de movimiento nacional que definió las últimas tres elecciones presidenciales.