Recientemente se ha cumplido el primer año de la muerte por suicidio de Alan García, el quincuagésimo octavo presidente del Perú, y el mayor orador de nuestra historia política republicana y de lejos, de América Latina. Con madre trujillana y abuelo aprista hasta los huesos -recuerdo desde niño que ella contaba cómo Cristóbal, su padre, junto a un grupo de jóvenes norteños de su época, escondían en los cañaverales a Haya de la Torre cada vez que la gendarmería del gobierno de Oscar R. Benavides, lo buscaba, con suerte para encarcelarlo-, he seguido de cerca la evolución del partido fundado por Haya, que vio nacer a García, el mayor animal político de nuestro tiempo.

También circundó en mi imaginario de niño el nombre de Jorge Idiáquez, el queridísimo secretario personal y confidente del líder histórico del APRA -le compartió desde Hamburgo en una carta sus angustias mortales antes de ser operado en 1965-, que fuera padre de una vigorosa tía mía, a cuya casa, en Surquillo, donde después viviría con mi familia paterna, Idiáquez llevaba algunas veces al entonces y prometedor mozo Alan García.

Un día, cuando decano de derecho en la UTP (2015), celebrando el natalicio de Andrés Townsend Ezcurra y su legado en el derecho parlamentario, le dije a Anel, su hija, que cuando adolescente, escuché el discurso de su padre en 1983 en que ya escindido del APRA, había fundado el Movimiento de Bases Hayistas.

Con ellos, el mayor tribuno del derecho peruano viviente y mejor amigo, Javier Valle Riestra, que aceptara ser panelista a mi pedido en la conferencia que diserté invitado por Colegio de Abogados de Lima, a poco del fallo de la Corte de La Haya, y a cuya lectura García, sin conocerme, me invitó para escucharla en el Instituto de Gobierno que fundó, presidió, y volvió a hacerlo, hasta el día su de muerte.