El fantasma de una ideología especializada en restringir libertades y rechazar las legítimas posesiones privadas, sigue recorriendo incansable nuestra sociedad, infestando campos enteros, sea seduciendo frescas e inexpertas inteligencias juveniles o maduras pero rancias inteligencias adultas, y en ambos casos, convirtiéndolas en campos estériles. El marxismo es una ideología esencialmente mala, no solo por declararse atea, profundamente materialista y negadora de todo orden sobrenatural, sino porque divide a la sociedad en dos clases en perpetua pugna “burguesía-proletariado”; asignándoles atributos fijos e identificándolos como enemigos irreconciliables entre sí, anulando así la mutua cooperación y la fraternidad, ambos cimientos insustituibles para la construcción del edificio del bien público. Una reciente lectura de la selección de escritos sobre cultura y literatura de Francia, publicada por Mario Vargas Llosa, en su obra Un bárbaro en París, despertó en mi defectuosa memoria el recuerdo de la notable composición teatral Calígula, publicada en 1944 por el filósofo y ardiente enemigo de los totalitarismos, Albert Camus. En un momento de la pieza teatral, el emperador Calígula se expresa así: “Exterminaré a los contradictores y a las contradicciones”. Según mi modesto juicio, esta frase sintetiza con notable claridad el modo de argüir típicamente marxista, pues el marxismo tiene en su interior un núcleo corruptor, que tiende a desintegrar sociedades y a disolver las contradicciones sociales por vías erróneas. ¿Cómo puede buscar la paz social una ideología que fomenta el furioso antagonismo de clases? ¡Bien público e ideología marxista, son términos contradictorios entre sí!

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