Este lunes viví una experiencia reveladora —y perturbadoramente cotidiana— en la Clínica Good Hope y con Rímac Seguros. Esa mañana acudí al laboratorio de la clínica con una orden de análisis de sangre emitida por una institución especializada —una especialidad que, cabe precisar, Good Hope no ofrece—. Sin embargo, la clínica no me permitió usar mi seguro. ¿El motivo? Un tecnicismo llamado “pertinencia comercial”, un eufemismo detrás del cual se oculta la lógica del lucro: la aseguradora debía determinar si el móvil del examen requerido era imputable a la póliza de seguros. Por ello, condicionaron la aplicación de mi seguro a someterme primero a un a consulta con un médico de la propia clínica.
Innecesario, ¿no? Pero bien rentable. En esta lógica y oportunidad, exámenes básicos de endocrinología como el TSH y la prolactina podían no ser cubiertos por mi seguro, un examen de orina o de creatinina, tampoco. Curioso, porque meses atrás, con ese mismo seguro, me realicé alguna de esas pruebas en esa misma clínica. Con este esquema, en la Good hope, un paciente oncológico no podría ahorrar algún dinero atendiéndose con la orden de su seguro oncológico particular, por ejemplo.
Así como Juan Luis Guerra retrató con mordaz poesía la precariedad del sistema público en El Niágara en Bicicleta, bien podríamos componerle una balada sombría al sistema privado: “El Bisturí y la Bolsa (de Valores)”. Una canción donde la receta médica es una cotización y el diagnóstico, una oportunidad de negocio. Y en este negocio, ni la aseguradora ni la clínica pierden jamás. El que siempre pierde es el paciente —el ciudadano— convertido en consumidor cautivo de un modelo de salud privatizado, opaco y profundamente deshumanizante.
La salud es comercialmente impertinente, ¡se trata de vidas! Exigir dignidad no es una utopía: es una urgencia y obligación.