El Caso “Chibolín” no tiene solo una arista judicial sino una moral. Hace años que era públicamente conocido que Andrés Hurtado era sindicado de ser un proxeneta de las altas esferas políticas y sociales, y que ponía a disposición de los personajes que así lo requerían a señoritas dispuestas a ejercer, con una importante retribución económica, el oficio más antiguo del mundo. Por eso, el Caso “Chibolín” es una muestra más de la podredumbre que impera en la política nacional, en la que no hubo ningún resquemor para vincularse, tratar o asistir al programa de quien, se sabía, se erigía como un residuo fétido de la moral pública, el escombro más empinado de la tolva recolectora de la basura capitalina. Pero por allí estuvieron, sin importarles estos oscuros antecedentes, candidatos presidenciales como Rafael López Aliaga y Hernando de Soto, que tuvieron como prominente consejero al distribuidor de servicios sexuales. ¿Vale la penareferirnos a Pedro Castillo o ya para todos está claro que su decencia estaba a la altura de su coeficiente intelectual? También están los actuales 10 congresistas de la República que, previo pago o no -para el caso no interesa- pasaron por el set adefesiero del sujeto más arrogante de la tele porque todo valía si de obtener una curul se trata. Curiosamente, todos de derecha (Yarrow, Bazán, Padilla, Alva, Juárez, Azurín, Williams, Cavero y Amuruz). Hay muchos más e irán saliendo, pero si la justicia confirma que fiscales como Elizabeth Peralta o juezas como María Vidal La Rosa Sánchez o Paola Valdivia estuvieron dispuestas a vender sus favores a cambio de viajes gratuitos, remodelaciones domésticas o dinero efectivo, nadie podrá diferenciar sus solvencias morales con las de las señoritas que ofrecía y colocaba el huachafo presentador de TV. Serán parte de ese cortejo solo que con servicios más caros.