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Estamos hartos. Una clase política se está yendo por el despeñadero del tiempo perdido. No me refiero a los Humalas, Nadines, PPK o Toledos revolcados en el fango fétido de “Lava Jato”, sino a la clase política gobernante y que se distribuye el país entre Palacio y el Congreso. Me refiero a un partido que subastó las candidaturas al Parlamento al mejor postor y llenó las curules con decenas de legisladores con pinta de rufianes o en el mejor de los casos de incompetentes y desorientados. Al partido que creyó que cabalgando eternamente sobre un apellido tenía asegurada su vuelta al poder y que desperdició la oportunidad de reivindicarse de sus monumentales errores del pasado. Le dio vitaminas al enemigo. La edad de oro de los 90, el viraje histórico de la inviabilidad a la esperanza, el despegue económico y la derrota del terrorismo se difuminarán bajo la alfombra de un hemiciclo de debates ignorados. 

Pero me refiero también a los otros, a los que ingresaron por la puerta falsa a Palacio y se creyeron reyezuelos y potentados. A los que les quedó inmensa la responsabilidad de convocar, de tejer alianzas progresivas y confiables, y de interpretar que el enemigo a acribillar era la anemia galopante, la pobreza subiendo sobre los cerros, los jóvenes en los semáforos, las madres en las veredas, los desempleados de los buses, el PBI de abril. 

Me refiero a los que tienen valor para la prepotencia pero balbucean y llaman al diálogo frente al fantoche de Cáceres Llica. Me refiero a los que patentaron la improvisación y nunca entendieron la dimensión de su reto y la importancia de su travesía. Me refiero, en suma, al circo político de estos días que no da para reír, para aplaudir al payaso Perejil, celebrar al trapecista volador o divisar dónde cayó la bala humana. El circo político de estos días está para desarmar la carpa y ponerse a llorar.