Días atrás, Gustavo Carrión, quien fuera director general de la Policía, me hizo un comentario sobre su institución: “Es clasista”. Un calificativo que encierra una diferencia social que nadie quiere ver, pero que debe desterrarse.

El argumento de Carrión es contundente: ¿Por qué hay escuelas de oficiales y suboficiales? ¿Por qué hay colegios para hijos de oficiales y otros para familiares de suboficiales? ¿Por qué formamos policías más preparados y otros con menos instrucción?

Sobre la primera pregunta no hay una respuesta definida. Por ejemplo, es perjudicial que un incipiente teniente llegue a una comisaría a ordenarle a un técnico superior, que ostenta más experiencia pero menos rango institucional.

Qué más clasismo policial que la pobre imitación a las Fuerzas Armadas, con colegios para hijos de oficiales y otros para suboficiales. Es decir, una diferencia social entre miembros de una misma entidad.

Hay un esmero policial por sacar a las calles a grandes cantidades de agentes, una evidencia más de que se ha perdido la brújula para diferenciar la cantidad de la calidad. ¿De qué sirve tener más efectivos del orden sin preparación? ¿Saben de leyes?

La unidad de la Policía no es tan veraz. Hay brechas abiertas que no permiten un óptimo servicio. Carrión concluye en que la reforma policial debe fulminar el clasismo, aunque por ahora nadie se atreva. ¿Alguien asumirá ese reto?