Durante años, muchas familias han visto al colegio como un espacio seguro donde dejar a sus hijos mientras trabajan. Hoy, esto se ha sofisticado: instalaciones modernas, talleres, tecnología, viajes, alimentación saludable, psicólogos, idiomas. Todo eso suma, pero no basta.

Una escuela no debe limitarse a ofrecer servicios atractivos o a entretener con barniz educativo. Su verdadero rol es formar personas críticas, creativas, libres y emocionalmente sanas. Personas que piensen por sí mismas, se conmuevan ante las injusticias y quieran aportar con soluciones propias.

No basta repetir fórmulas del pasado, ni centrarse en reglamentos, notas, rankings o simulacros de pruebas estandarizadas. Una buena educación transforma la mente y el corazón.

Además, los colegios deben dejar de escudarse en las rigideces del Ministerio de Educación para explicar su inercia. La innovación no depende de normas, sino del deseo profundo de educar mejor. Los colegios valientes encuentran grietas por donde se cuela la luz y construyen desde adentro una cultura escolar transformadora.

Las preguntas clave no son si hay canchas o idiomas, sino: ¿mi hijo se siente respetado y desafiado?, ¿puede expresarse sin miedo?, ¿aprende a pensar, crear y levantarse?, ¿sabe para qué aprende?

Un colegio comprometido no embellece la jaula: abre las puertas. Acompaña singularidades y convierte a los estudiantes en autores de su aprendizaje. El verdadero lujo escolar está en ofrecer una educación auténtica, en la que los estudiantes se sientan vivos, valorados y convocados a pensar para enfrentar los complejos desafíos de la vida.

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