La epidemia ecuménica de carácter sanitario que ha asaltado inmisericorde los sistemas de salud de todos los países del planeta, ha ridiculizado el poder y las fortalezas de las más grandes potencias. No deja de ser paradójico que la peste negra de estos tiempos no sea una sofisticada bomba nuclear o una guerra espantosa sino una partícula que mide de 0.01 a 0.3 micras. Pero es además, creo, el desafío social más grande de los últimos tiempos y someterá a una severísima prueba la condición humana.

Esa prueba, en el Perú, por ejemplo, no tuvo un inicio alentador. Ante los primeros rumores de la cuarentena, muchedumbres despavoridas abarrotaron los supermercados y arrasaron con todo lo que encontraron. Las clases medias dimos allí una lección de egoísmo rampante y dejamos la sensación de que ante una catástrofe, una emergencia o un accidente de carácter masivo, el bien común, la ponderación o el criterio sucumbirán ante la angurria, el afán personalísimo de lo particular y la imperiosa necesidad de asegurarme yo y mi familia por encima de todos. Asimismo, sorprende la forma en la que amplios sectores de la población desprecian la situación, la relativizan e incumplen las directivas del gobierno, sin entender la magnitud de lo que enfrentamos.

Esta semana, una columna irreproducible causó una justificada indignación en las redes y ayer, fue atroz la postura de la Asociación Cultural Taurina del Perú, en contra de que el coloso de Acho albergue allí a grupos de indigentes. ¿Se puede tener un alma más envilecida e inhumana?

Pero existen también bolsones solidarios, actitudes y gestos que permiten abrigar esperanzas. Colectivos sociales que se organizan para ayudar a los desposeídos, la labor encomiable de médicos y enfermeras, el ahínco loable de la Policía y las Fuerzas Armadas, los miles de voluntarios dispuestos a sumarse a los esfuerzos del Estado, las decenas de ciudadanos que se ofrecen para donar algo tan valioso y personal como su propia sangre, y cada día, a las ocho de la noche, ese espíritu de unidad y estoicismo que desde casas, edificios y balcones agita palmas, eleva cantos, respira esperanza. Que se nutre de fe. Si el Mundo no volverá a ser el mismo, que lo sea porque nacerá una sociedad diferente, más humana, más altruista, más piadosa, más benevolente y civilizada.