Cuando se visita Lima, una de las sensaciones recurrentes es el permanente estado de polarización en el que vive gran parte de la población. Hace veinte años, cuando decidí estudiar y vivir en Europa, dejé una ciudad en la que todavía era posible, e incluso deseable, conversar sobre política, sobre el rumbo que el Perú empezaba a tomar por entonces. Habíamos sufrido tanto por el terrorismo, que cualquier radicalismo no solo era inoportuno, también delataba un sentido irreal que fracturaba lo que la mayor parte de peruanos se esforzaban por reconstruir. Así, el intento de unidad nacional era sinceramente mayoritario, y en busca de diversas banderas peruanistas se forjaron consensos que favorecieron el desarrollo durante varios años.

Todo eso se ha derrumbado en el Perú actual. Si algo caracteriza este bicentenario es el divorcio existente en casi todos los estratos sociales. Hemos vuelto a dividirnos jugando el peligroso deporte del sectarismo político, apostando por esa desviación radical, casi jacobina, que exacerba las diferencias y opta por la guillotina y la cultura de la cancelación. Durante años se ha fomentado una especie de dictadura de lo políticamente correcto y oponerse a ella ha significado, para los rebeldes, no solo una opción existencial, también el ostracismo y la persecución. Mientras esto dure no hay futuro estable para nuestro país.

El daño que el radicalismo ha ocasionado es inmenso. Pienso, por ejemplo, en la destrucción del Estado de Derecho, en la violación reiterada del orden constitucional, en el uso de la administración pública como instrumento de represión. Mal haría la nueva oposición en caer en el mismo vicio radical responsable de la caída de esa coalición progresista que detentó el poder tras bambalinas durante largo tiempo.