El derecho de asilo es una de las instituciones jurídicas más nobles del derecho internacional. Nacido de la experiencia de dictaduras y persecuciones políticas, fue consagrado en la Convención de Caracas de 1954 y en la tradición humanista de América Latina como una forma de proteger la libertad de conciencia frente al abuso del poder. Su esencia radica en que el Estado asilante tiene la potestad soberana de concederlo, sin interferencias del país de origen. Cuando una persona busca refugio en una embajada o territorio extranjero, no se trata de una concesión política sino de un acto humanitario de protección, reconocido también por la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 14. La función del Estado asilante es evitar la persecución, la tortura o el trato degradante, y la del Estado territorial es respetar ese principio, otorgando el salvoconducto que garantiza la salida segura del asilado. El caso reciente en nuestro país reabre una vieja herida latinoamericana: la tensión entre soberanía y humanidad. Negar el salvoconducto equivale a desconocer el pacto moral que sostiene la institución del asilo y a debilitar el prestigio jurídico del Perú. No se trata de aprobar o justificar las acciones políticas de la persona asilada, se trata de respetar un principio universal que ha salvado vidas y preservado libertades en toda nuestra historia republicana. El asilo no es un gesto de impunidad, sino de civilización jurídica. En tiempos de polarización, su respeto reafirma que el derecho está por encima del poder. Si Uruguay hubiera dado el asilo que solicitó Alan García todavía lo tendríamos como líder peruano y latinoamericano. El asilo no juzga acciones, responde a la razón moral. Se concede por razones políticas no por delitos comunes, distinción que no se aplicó a la prisión preliminar sufrida por Betssy Chavez.

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