Cuando la política se convierte en un juego de Monopolio, cualquier cosa puede pasar. La candidatura de Acuña representa para el país el despotismo de la chequera, y si el caballero Don Dinero se apodera del gobierno, la ruina de la República es inminente. Que Acuña sea un emprendedor que ha ganado su fortuna no es algo malo per se. Lo perverso es que sus acciones denotan que él asume que la lógica del dinero (el máximo posible para uno mismo, “plata como cancha”) tiene que trasladarse al Estado (el bien, la cosa en común). Cuando todo se compra, cuando todo puede comprarse utilizando la chequera, entonces las personas relativizan su valor.

La relativización de los principios es un mal grave, una enfermedad tenaz de la República. El que relativiza en función del dinero cae rápidamente en la prostitución de los valores. De hecho, el relativista se siente incómodo frente a los principios porque estos le recuerdan la existencia de límites, de fronteras que uno nunca debe traspasar. Relativizarlo todo por dinero destruye la esencia ética de un Estado, transformándolo en la maquinaria perfecta para lograr objetivos individuales, grupales, acaso partidistas, pero no sociales. Un objetivo de poder individual poco o nada tiene que ver con el bien común. La chequera siempre exige un retorno, y por eso la dictadura del dinero está en las antípodas de la política concebida como un sacrificio por y para los demás.

Acuña encarna este despotismo de la chequera y, valgan verdades, ha encontrado a un pueblo atolondrado y dispuesto a postrarse ante el dinero. Por eso, antes de embriagarse con la copa de la plata fácil, los peruanos tendrían que pensar en el destino funesto de todos aquellos que danzaron con el becerro de oro olvidando que no se puede servir a dos dueños: o trabajas para el Estado o te entregas a Mammón.