El deber del Estado para evitar la propagación del Covid-19 demanda tomar unas medidas excepcionales previstas en la Constitución. La situación que estamos aludiendo lleva el nombre de regímenes de excepción, reguladas en el artículo 137 de la Constitución de 1993, y pueden ser de dos tipos: emergencia y de sitio. El primero, se ocupa de afrontar circunstancias de grave “perturbación de la paz, del orden interno, de catástrofe o de graves circunstancias que afecten la vida de la nación”; el segundo, en cambio, se decreta “en caso de invasión, guerra civil, o peligro inminente de que se produzcan”.

La interpretación que realicemos sobre el contenido y alcances para aplicar los regímenes de excepción, no puede dar como resultado la suspensión de los derechos fundamentales, su falta de protección sería una clara inconstitucionalidad ejercida por un gobierno arbitrario, incluso se trate de un estado de emergencia aprobado por un decreto supremo válidamente emitido. La razón es que las disposiciones constitucionales poseen un efecto vinculante para toda autoridad, funcionario o persona, es decir, se trata de disposiciones que deben ser observadas y cumplir efectos jurídicos permanentes. Por eso, la necesidad de establecer los regímenes de excepción impide al estado actuar al margen de la constitucionalidad, pues, las expectativas de la comunidad política en un estado democrático siempre serán más elevadas que bajo un régimen dictatorial. De esta manera, a pesar de las actuales circunstancias que nos aquejan y ponen a prueba como nación, los derechos fundamentales como la libertad individual, de tránsito, reunión e inviolabilidad de domicilio sólo pueden restringirse, temporalmente, pero siempre bajo los principios de razonabilidad y proporcionalidad para no transgredirlos ni desnaturalizarlos. Finalmente, el estado de emergencia declarado no puede exceder los sesenta días, su prórroga requerirá la expedición de un nuevo decreto.