El Estado existe para ejercer la violencia legítima. Si este ejercicio cesa, si el Estado se vuelve ineficiente en la aplicación del Derecho, la democracia colapsa y se produce un escenario de anarquía. En el Perú este hecho ha sido reiterativo. El Estado peruano no responde a las necesidades básicas de la población. Desbordado por su propia regulación, arrastrado por sus taras fundacionales y lastrado por la ausencia de una clase dirigente capaz y comprometida, el Estado peruano navega entre Escila y Caribdis, entre la corrupción y la anomia, entre la híper burocratización y la ausencia de planes estratégicos y realistas.
¿Por qué nos ha sucedido esto? ¿Por qué allí dónde debe ejercerse la violencia legítima para proteger a los mineros, a la población, a la sociedad y al bien común se impone, por el contrario, la voluntad personal de los carteles y de los grupos de poder? Esto sucede, entre otras razones, por una falla de origen esencial: hemos privilegiado el calco y la copia, no nos hemos tomado el tiempo de pensar qué funciona y qué no funciona en el Perú. Ciertamente, los modelos y las buenas prácticas son similares en todas partes, pero es necesaria una labor de criba, un mínimo de sentido común al aplicar modelos creados para otras realidades. Creo, sinceramente, que aquí hay un punto esencial. Se trata, en verdad, del principio de realidad. De su aplicación correcta, eficiente. La realidad peruana debe ser examinada y en esta labor de introspección hemos de ser serios incluso si nos duele. Mejor aún, tenemos que hurgar en el Estado hasta que duela, para extirpar los tumores y regenerar todo lo que tenga que regenerarse.
El Estado que ejerce la violencia legítima es el Estado que sigue el principio de realidad. Un instrumento del cambio es el Estado que se hace respetar. Esto no lo podemos olvidar.