La reciente alianza de una transnacional de fabricación de juguetes con OpenAI, la creadora del ChatGpt, para incorporar inteligencia artificial en sus productos, marca un punto de quiebre que exige reflexión crítica de los padres. Si bien los avances tecnológicos pueden enriquecer la experiencia lúdica y educativa en adultos, en este caso se cruza una peligrosa línea entre la innovación y la irresponsabilidad. Los juguetes dotados de IA no son inocuos. Interactúan, aprenden y almacenan información del niño, lo que plantea serias preocupaciones sobre la privacidad, el desarrollo emocional y la autonomía cognitiva. ¿Qué ocurre cuando una inteligencia artificial comienza a modelar los patrones de pensamiento, lenguaje o conducta de un niño en sus años formativos? ¿Quién regula esa influencia invisible pero poderosa? El uso de estos dispositivos para generar vínculos afectivos con entes no humanos puede distorsionar la socialización natural, reemplazando el juego espontáneo por una interacción guiada por algoritmos. Los niños no deberían ser tratados como consumidores cautivos ni como fuentes de datos. Convertir su desarrollo en un nicho de mercado para la IA es una inadmisible forma de colonización tecnológica. Más allá del atractivo comercial, es una grave falta de responsabilidad ética. El bienestar de la infancia no puede subordinarse a las lógicas del lucro ni a las modas tecnológicas. La IA, en este contexto, no educa: condiciona. Es hora de que padres, educadores y legisladores levanten la voz y actúen. No todo lo que es técnicamente posible es humanamente aceptable. Defender el derecho de los niños a crecer libres de manipulación digital y mental es mas que urgente. Por favor una cosa es con grandes y otra con chicos. No juguemos con su futuro. Que la Navidad no sea el inicio de un drama.