Las constituciones que perduran se adaptan y evolucionan a través del tiempo. Un mecanismo clave de esta evolución es la jurisprudencia, es decir, la interpretación judicial que resuelve casos sobre derechos fundamentales, invalida leyes inconstitucionales y dirime conflictos de competencia entre las instituciones estatales. Otro mecanismo fundamental es la reforma constitucional, un procedimiento parlamentario destinado a enmendar, corregir errores u omisiones, o bien, a promover cambios en aras de la gobernabilidad, la representación, y la adecuada regulación del ejercicio político de las instituciones públicas y funcionarios. En ese sentido, las reformas no deben menoscabar competencias ni desconocer derechos fundamentales, ya que estos forman parte de un núcleo implícito constitucional.

Los dos mecanismos, jurisprudencia y reformas, aunque provienen de esferas distintas, una desde el derecho y la otra desde la política, enriquecen el valor de la Norma Fundamental. Su convergencia radica en la necesidad de que la Constitución continúe siendo un límite eficaz contra la arbitrariedad del poder. Por lo tanto, las reformas deben evitar la erosión de las libertades y la separación de poderes.

La retroalimentación constitucional no solo amplía su contenido a lo largo del tiempo, sino que refuerza un proceso virtuoso donde lo político cede ante lo jurídico, dando lugar a la edificación de un bloque de constitucionalidad. De este modo, se preserva el núcleo esencial de toda carta magna: el binomio inseparable que existe entre la separación de poderes y el reconocimiento de los derechos humanos.