En estos días de luto y consternación, me uno al dolor de la familia Fujimori a quienes conocí en el ejercicio profesional allá por el año 2005 y con quienes me vinculé primero como abogado y después como congresista invitado en año 2006/2011 y por quienes guardo amistad y respeto.
El fujimorismo, encarnado en Fuerza Popular, se ha convertido en la fuerza política que con sus aciertos y errores, representa —no en exclusividad— el pensamiento y obra del presidente Alberto Fujimori.
Recuerdo con aprecio, junto a él estando en Tokio (2005), que tenía un ritual especial cada día, dejábamos de trabajar en los expedientes judiciales y se conectaba con sus simpatizantes. Era entonces cuando lo veía sonreír y ser verdaderamente feliz. En aquella pequeña oficina no había ningún rasgo de lujo o derroche. Todo lo contrario, fue el lugar más franciscano en la que he trabajado.
Aquella vez lo acompañé un domingo cuando fue padrino de un campeonato de fulbito de la colonia peruana. Fue una celebración llena de peruanidad, con ceviche, cerveza y pollada. Otro fin de semana nos fuimos en tren a visitar a su hermana, que regentaba un pequeño restaurante de estudiantes dentro de una universidad.
Fujimori era un hombre que pensaba y respiraba peruanidad. Fui testigo de excepción del amor incondicional que sentía por nuestra patria. Era un hombre de carne y hueso, con virtudes y defectos, pero con un corazón profundamente noble y humano.
Al final, el juicio objetivo de la historia, alejada de odios y pasiones, sabrá colocar su nombre en el sitio que merece. La historia registrará su nombre y apellido, sin embargo, la de sus odiadores quedarán en el anonimato.
Adiós, presidente Fujimori.