Las calles recuperan el grito de la protesta, pero también el eco del desamparo. Esta vez, la consigna “¡Que se vayan todos!” resuena como un reclamo general, pero también como un síntoma profundo de desorientación colectiva. Lo que antes fue una demanda política, se ha convertido en un grito existencial: una negación de la clase dirigente sin una propuesta de reemplazo. La protesta ciudadana es un derecho y una expresión de vida democrática. Pero cuando carece de dirección, de pensamiento y de horizonte ético, se transforma en su contrario: en un ruido que erosiona el sentido mismo de la acción política. Los que pretenden usar a los jóvenes para sus fines políticos no lo han conseguido. Miles de jóvenes, movidos por la indignación y la frustración, son lanzados a las calles sin conducción, sin pedagogía cívica y sin una idea de futuro. Es una juventud sacrificada simbólicamente por políticos mezquinos pero responden a la impotencia del Estado y a la irresponsabilidad de una clase política que no asume su deber de orientar y menos de solucionar. El odio se infiltra en el discurso público. Las redes sociales amplifican la furia y disuelven la razón. El grito, que debería ser un llamado a la justicia, se convierte en un espejo del vacío. Frente a ello, el silencio de las instituciones resulta ensordecedor: ni el Congreso, ni los partidos, ni las universidades cumplen su papel formador. Necesitamos recuperar la palabra responsable, aquella que transforme el grito en propuesta y el silencio en reflexión. Solo así el país podrá salir del círculo de la ira y volver al camino de la razón democrática.








