El colapso de un Estado siempre se vincula a la actuación de su clase dirigente. La clase dirigente peruana ha sido destrozada en una guerra civil política dando paso a nuevos liderazgos y estilos de gobierno. Castillo no es un accidente, es el signo de la nueva política peruana. La irrupción del antisistema no existe. El sistema ha cambiado, estamos ante una forma nueva de hacer política. Anclada, por supuesto, en una tradición de poder, capaz de rastrear sus raíces en el tiempo. Pero distinta, particular, con nuevas reglas, capaz de superar los formalismos de la democracia y los procesos del Estado de Derecho. El antiguo régimen ha muerto aunque algunos no se enteran y continúan portándose como si durmieran en Versalles.

En efecto, Roma arde y hay gente que toca la lira mientras compone endecasílabos legales que nunca se cumplirán. La lógica del poder supera toda construcción legal. Es preciso recordar el viejo apotegma jurídico: silent leges inter arma (en tiempos de guerra, las leyes enmudecen). El límite del Derecho es el poder sin frenos ni contrapesos. La muerte del Derecho es el preludio a la anarquía. Eso es lo que ha sucedido los últimos años, por eso, sorprende que haya gente que se rasga las vestiduras mientras el país se incendia. Todos somos culpables de lo que está pasando.

Nada es más volátil que la voluntad popular. Sin embargo, las revoluciones conquistan posiciones, alcanzan logros concretos, avanzan en sus objetivos políticos. Mientras tanto, ¿a qué juega la oposición? El país se hunde en cámara lenta y se incendia estratégicamente, pues las revoluciones siempre cuentan con una vanguardia que piensa y dirige. Y todo esto sucede mientras algunos continúan defendiendo la democracia formal.