Si el nacimiento de Jesús fue trascendente, su resurrección cambió el globo. El inicio de la historia de occidente lo contamos como el año 1 de la era cristiana. La Iglesia existe por la resurrección y su primera comunidad fueron los apóstoles -y las mujeres con María, la madre de Jesús-, los mismos que apenas muerto el Nazareno, huyeron atemorizados.

De no haber resucitado, jamás contaríamos a la Iglesia primitiva y menos veríamos a sus discípulos predicando sus enseñanzas en Roma -muchos fueron devorados por los leones en el Coliseo-, hasta donde llegó Pedro, ensanchando el espacio vital del cristianismo, todavía pagano hasta el siglo III d.C. En rigor eran muy pocos los que estaban enterados que Jesús había resucitado al tercer día.

De hecho, su ascensión a los cielos en cuerpo y alma y luego la extraordinaria experiencia de Pentecostés, que llenó a los apóstoles del Espíritu Santo, los fortaleció en su misión de predicar el Reino de Dios. Muchos por esta causa se volvieron mártires. Era la promesa de Jesús y de no haber resucitado, el cristianismo intrascendente, hubiera desaparecido como muchos paganismos.

Constantino, emperador romano, convencido de la resurrección, oficializó el cristianismo como la religión del Imperio, volviéndolo su estandarte del poder e influencia pues por la resurrección los cruzados llegaron hasta el Medio Oriente para recuperar en Tierra Santa, en Jerusalén, el Santo Sepulcro -lugar exacto desde donde narra la Biblia que Jesús “...se levantó entre los muertos...”.

Los doctos San Agustín de Hipona (fe) y Santo Tomás de Aquino (razón), en sus escritos refirieron la trascendencia de la resurrección, permitiendo luego a la Iglesia superar los estragos de su crisis por la Reforma Religiosa del siglo XVI. Francisco de Vitoria y Hugo Grocio, los padres del derecho internacional, que vivieron la vorágine ulterior de los viajes de circunnavegación, reconocieron que las conquistas de nuevas tierras se hicieran con la espada y la cruz, y relievaron a las primeras normas del derecho de la guerra en la idea de la “Paz de Dios” y la “Tregua de Dios”, con los siglos, consagradas en la Carta de la ONU en 1945, y en los Convenios de Ginebra sobre derecho internacional humanitario de 1949.