La resurrección de Jesús cambió el decurso de la historia. Una vez muerto, sus discípulos huyeron despavoridos. La persecución contra los cristianos de la Iglesia de los primeros tiempos no tuvo límites, terminando devorados por los leones en el Coliseo Romano, todavía pagano hasta el siglo III d.C. en que aún poco se sabía que había resucitado al tercer día.

Por su ascensión a los cielos en cuerpo y alma y luego por la extraordinaria experiencia de Pentecostés con la promesa de que todos resucitaremos algún día -es incompatible con el “descanso eterno” que la Iglesia sigue implorando-, es que llegaron a Roma, que era el centro del mundo antiguo, predicando sin miedo el Reino de Dios. Muchos se volvieron mártires y las persecuciones solo acabaron cuando Constantino, convencido de la resurrección de Jesús, oficializó el cristianismo como religión del Imperio, haciéndolo estandarte de su poder.

En la edad Media, la promesa de la vida eterna fue capitalizada por la Iglesia que terminó empoderada por los diezmos y limosnas de los fieles para asegurarse un lugar en el cielo e hizo que los cruzados llegaran hasta Tierra Santa para recuperar el Santo Sepulcro, lugar exacto -narra la Biblia- en el que Jesús “...se levantó entre los muertos...”.

Durante la edad Moderna, Hugo Grocio y Francisco de Vitoria, los padres del derecho internacional, reconocieron la trascendencia política, económica y cultural de la resurrección. Fue el mayor acicate de fe para los viajes de descubrimiento y conquista que transformaron geopolíticamente al mundo, llevando consigo a la evangelización.