A propósito de celebrar ayer el Día de la Canción Andina, esta cadena montañosa que define la calidad orográfica de nuestra región debió ser nuestra mayor fortaleza en el proceso de construcción del pensamiento durante nuestra vida republicana, pero no ha sido así.

No nos engañemos. El poder, históricamente forjado y administrado en la costa olvidó a la sierra.

El disloque con la serranía fue evidente durante la guerra con Chile, donde los indígenas, en la resistencia de La Breña, en su apego mágico precolombino, no seguían al general Cáceres sino al taita Cáceres, que es otra cosa.

En el siglo XX, dos fenómenos cobraron vida en el país: el indianismo en las primeras décadas y el indigenismo en los años cincuenta. Fueron las aproximaciones más claras para allanar nuestro reconocimiento como la sociedad del sincretismo cultural, donde nuestra riqueza estaba fundada en nuestra pluralidad. Las generaciones de esos años leyeron a José Carlos Mariátegui, Ciro Alegría y José María Arguedas, hoy penosamente ausentes de las currículas escolares. Nuestra construcción cultural andina forjada con la heredad del Tahuantinsuyo, después del Mariscal Cáceres, la tuvimos con el presidente Belaunde, quien relievó el valor de la tierra en el sistema cooperativo del ayni y que Velasco buscó reivindicar con su visión de la reforma agraria -sin tecnocracia- acabando con los gamonalismos, terratenientes y cacicazgos legados del sistema virreinal de los corregimientos y las intendencias.

Parte del drama de los países de nuestra región -la Comunidad Andina tampoco lo ha logrado- es que no contamos políticas de estado que reconozcan la transversalidad de nuestro carácter andino.

No se trata de que todos los peruanos hablemos quechua. No. Solamente cuando Toledo se convierte en presidente es que nos miramos de frente para reconocer el mestizaje cultural de nuestra construcción histórica, pero que por falta de políticas de Estado no se ha continuado.