El juane y la pita
El juane y la pita

Hacía mucho tiempo que no encontraba tanto entusiasmo por la fiesta de San Juan. Es más, el 24 de junio siempre veía una explosión de noticias y celebraciones sobre el Inti Raymi y las magníficas celebraciones del Inca en Sacsayhuaman. Total, es el hijo del Sol y esta es su fiesta. O sea, el solsticio de Invierno, que al otro lado del planeta se celebra desde milenios atrás medio año después y se le conoce ahora mundialmente como Navidad.

Por Gastón Gaviola (@gastongaviola)

Pero este año no. Desde ayer lo mismo en twitter que en facebook, por todos lados se hablaba no solo de viajes -para el Selvámonos de Oxapampa falta todavía- si no de todo lo que esperaban beber y comer en la fiesta de San Juan. Y allí aparecieron los juanes en toda su majestuosidad.

Porque los juanes (y que me corrijan mis amigos de Iquitos y Pucallpa, que son unos cuantos) son parte básica, esencial e impajaritable del 24 de julio. Según tengo entendido, porque esta bolita de arroz con su presa de gallina, envuelto en hoja de bijao (dile a un hijo de Loreto que es una hoja de plátano, tú, consumidor de tamales, y te matan) es la representación nada menos que de la cabeza de San Juan Bautista, puesta en bandeja de plata por el capricho de Salomé y su baile sensual.

Hasta allí, todo bien. Poniendo atención, atención de limeño para ser más específicos, me doy cuenta de que la preparación del juane había resultado ser tremendo tema de importancia entre los que se criaron al pie del Nanay, el Putumayo o el Napo por citar algunos. Con qué cariño, con cuánta nostalgia hablan de sus recuerdos. De la abuela preparando la masa, escogiendo las mejores aceitunas, pelando los huevos duros.

Enterándome de que “el secreto está en el nudo”. Que cuando en casa llega la hora de envolver los juanes, para distinguir qué presa de la gallina del corral te toca a ti, colocan un pabilo o soga y hasta un pedazo de tela, con las claves particulares de cada familia para que a Fulano que solo come pierna, no le toque la pechuga de Mengano, y los dos se metan tremenda ensartada con el juane sin carne de su hermana vegetariana.

Descubrir que nosotros, que vivimos mirándonos el ombligo, pensamos que descubrimos la pólvora con el combo potente de arroz con leche tibio y su chicha morada heladita. Cuando al pie del Amazonas resulta que la felicidad consiste en un juane bien frío, con chicha para el desayuno. Pero chicha amarilla. Esa que haces hirviendo cascara de piña, chancaca, maíz, polvo sara (especial), clavo de olor y canela.

La semana pasada hice una visita relámpago a Iquitos y ya la ciudad se preparaba para la fiesta. Ahora cobra sentido la venta de atados a un sol, de pitas hechas con hojas de planta, especiales para el amarre de las cabezas del pobre San Juan. Nos ofrecían juanes a dos soles, con tenedor prestado de cortesía, con una poderosa alita frita para desmenuzar con los dientes. Con garantía de que nos lleváramos, tres, cuatro, juanes a Lima, que no necesitan refrigeración, que así nomás aguantan bien. Con ají de cocona para bajar el potaje.

Debí hacerles caso. Debí llenar mi mochila de todos los juanes que pudieran entrar. Tres, cuatro, ocho, diez, veinte. No solo para hacer posiblemente el negocio de la vida calmando ansias y nostalgias, si no porque no me cabe la duda de que en la selva la vida es más sabrosa.

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