Mi peregrinaje dominical me tenía reservado dos llantos. Uno de un par de señoras que, tras las rejas de un hospital covid, recibieron la noticia de su familiar muerto. El otro, el de la insistente candidata que, en preciso acercamiento de cámara, llena sus ojos de lágrimas después de visitar a la virgen de la Puerta y recordar que extrañaba a sus hijas cuando estuvo en prisión. Me acorde de Los Iracundos y esa lágrima que va cayendo sobre sus mejillas, su sabor salado y que cuando le das amor paga con dolor. Aquí, el Charro Requena solía medir si un sepelio había sido exitoso si todos los asistentes lloraban. Para eso se contrataban a las lloronas, profesionales del lloriqueo que, de luto estricto eran desgarradoras en sus quejidos. Estas plañideras formaban parte del cortejo como las rezadoras y ayudaban a soltarse a aquellos que tenían reprimidos sentimientos. Hago el paralelo porque no me queda claro si en política las lágrimas cumplan alguna función, alguna especie de exorcismo para expulsar esos demonios que tanto daño nos hacen, aún en medio de la desgracia en que nos encontramos. El llanto siempre ha sido un recurso que, en las machistas telenovelas mexicanas o indias, se le atribuye a la coprotagonista mujer después de alguna mataperrada del galán. Sólo están para llorar los gráficos que nos muestran la estadística del covid y los cuadros de las preferencias electorales que miden las encuestadoras. El llanto funciona igual que la risa, uno comienza y el resto se contagia.