Apenas unos días después de ganar las elecciones en 1985, Alan García —ese joven presidente de verbo ágil y ambiciones desbordadas— se quejaba, medio en broma medio en serio, de que ya no podía ni comprar medias. “Así que le pedí a un amigo que me consiguiera unos cuantos pares y miren lo que me trajo”, contó a los periodistas mientras enseñaba unos calcetines Pierre Cardin con letras celestes gigantes. “¿Quién se pondrá una huachafería así? ¿Qué va a decir la gente?”, preguntó entonces.

Más allá de lo pintoresco de la escena, queda una sensación imborrable: en ese tiempo, a los políticos les importaba lo que decía la gente. La mirada pública era una brújula, una referencia moral, algo que, al menos de forma superficial, se respetaba. Cuarenta años después, esa brújula se rompió. Hoy, a la presidenta Dina Boluarte no le interesa en lo más mínimo la opinión pública. Y lo peor: actúa como si no necesitara rendirle cuentas a nadie.

El reciente aumento de su salario —de más del 100%— es solo el síntoma más grosero de esa desconexión. En un país donde más del 90% desaprueba su gestión, donde la pobreza avanza, donde la inseguridad se desborda y los servicios públicos se derrumban, la presidenta decide premiarse. ¿Con qué méritos? ¿Con qué logros? La respuesta es simple: con ninguno. Pero en este sistema deformado, el mérito dejó de importar.

Esto ocurre, en parte, porque la política peruana se ha convertido en un negocio, en un refugio para quienes no buscan servir sino servirse. Pero también porque el desprecio hacia la ciudadanía es total. Lo que la gente piense, lo que sufra, lo que exija… no pesa. El poder se ejerce desde un púlpito lejano, fría, sin sensibilidad ni pudor.