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Dionisio Romero ha confesado que le dio más de tres millones y medio de dólares a Keiko Fujimori para su campaña en el año 2011, y que lo hizo para evitar que la “amenaza chavista”, encarnada en Ollanta Humala, llegara al poder. Eso, pese a que -como se recordará- en esa campaña Humala ya se había quitado el polo rojo, se moderó e incluso firmó la llamada hoja de ruta con el aval de demócratas liderados por Mario Vargas Llosa, con la cual se comprometía a respetar las libertades y las reglas de la democracia.

Pero el miedo de los Romero y compañía, de los más grandes empresarios del Perú, en efecto era atroz. Todos lo recordamos. Aunque hay que decir que ese miedo fue aún peor y más avasallador en 2006, cuando Humala sí reivindicaba en su discurso a Velasco y la presencia de Hugo Chávez en su impronta era indisimulable. En aquella campaña, recordemos, Humala llegó a la segunda vuelta con Alan García, quien, según confesión más antigua del dueño del Banco de Crédito del Perú, es decir, Dionisio Romero padre, recibió también financiamiento de este grupo en esa aventura electoral que lo ungió como presidente.

¿También le dio mucha plata a García en 2006 para evitar el triunfo de ese chavismo amenazante? Si esa ha sido la constante de la relación empresariado y política, no es difícil imaginar por qué los presidentes, una vez llegados al poder, gobiernan generalmente alejados de los intereses nacionales. Y también está claro que si un candidato sabe que su contrincante tiene el auspicio de los grupos de poder económico, buscará que otro agente económico gravitante le ayude a competir. Humala perdió ante García en 2006 (el aprista apoyado por Odebrecht, según confesó Jorge Barata). En 2011, ante Keiko, tuvo el apoyo económico de Odebrecht y pudo ganarle a Keiko Fujimori, que contó con el auspicio de Odebrecht y también de los Romero, según lo que se sabe hasta hoy.

Ese es el círculo vicioso que hay que romper.