Chinchero, Talara y El Frontón. Tres nombres que deberían remitirnos a obras trascendentes, a desarrollo, a historia que inspira. ¡Pero no! En el Perú, esas palabras son sinónimo de promesas huecas, improvisación disfrazada de modernidad y una política que confunde el show con la gestión.
El aeropuerto de Chinchero, vendido como la puerta al futuro turístico del Cusco, terminó atrapado entre adendas, sobrecostos y decisiones sin sustento técnico de la misma DGAC. En lugar de despegar, quedó varado en la pista de la demagogia.
La Refinería de Talara es otro monumento al oportunismo. Un megaproyecto que, bajo la bandera de la soberanía energética, se convirtió en una herida abierta al erario público. Un elefante blanco al que seguimos alimentando sin que la población sienta el más mínimo alivio en su bolsillo, siendo un desangramiento económico constante.
Y qué decir de El Frontón, un proyecto que ya demostró ser inviable, oneroso e inoperante, siendo declarado “no favorable” por el mismo INPE. Sin embargo, se insiste en viabilizarlo a fuerza de la tozuda decisión politiquera del gobierno de turno.
Estos tres casos comparten un mismo ADN: mucho titular, poco estudio serio; mucho cálculo politiquero, nada de planeamiento estratégico. Así, nos condenamos a repetir la historia de proyectos muertos antes de nacer.
Si alguna lección nos dejan estos fracasos es que el futuro no se construye con oportunismo, sino con técnica, transparencia y visión de largo plazo. Perú no está condenado al fracaso: está llamado a aprender y a levantarse más fuerte… esto cambiará cuando realmente metamos presos a los autores de estos despropósitos.




