Como es natural es sociedades enardecidas por la hipocresía de lo políticamente correcto, cuando ocurre un crimen execrable como el de la niña violada y asesinada en Independencia, la prensa y sus adláteres suelen centrarse en las consecuencias ignorando la raíz de los problemas. En efecto, ahora los opinólogos de turno se desgañitan culpando a la madre, al padre, a los amigos, al vecindario, sin reconocer que el mal que crece como una sombra en el país está profundamente ligado al relativismo evanescente que todo lo infecta en nuestra sociedad. La crisis que se avecina no es una crisis solo económica o política. La crisis del Perú es una crisis moral.

La destrucción de la familia y la cosificación de la persona han provocado un clima en el que la vida no vale nada. El egoísmo institucionalizado y la persecución del que piensa distinto son los signos de nuestro tiempo. La propia idea de libertad con responsabilidad ha sido reemplazada por la vieja idea gnóstica de libertad luciferina, una libertad sin límites, una libertad irresponsable y por tanto suicida.

Ante una libertad así, fomentada por los medios de comunicación, el establishment cultural y la elite dominante ¿nos sorprende que la juventud se pervierta hasta extremos miserables? ¡Cuánta hipocresía! Hay llanto y rechinar de dientes ante la crónica de una muerte anunciada. El declive de nuestra sociedad solo puede comprenderse por el retroceso de los valores que fundaron nuestra civilización. La destrucción del alma de la persona solo puede conducirnos a la bestialización de las nuevas generaciones y al darwinismo social. No solo estamos frente a la civilización del espectáculo. También ha retornado la cultura del odio y la destrucción moral.

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