En Argentina existe un monumento a la coima. Es verdad, aunque usted no lo crea. Y no está dedicado a los Kirchner, como se supondría de sopetón. Data de los años 30 y lo mandó a levantar un arquitecto que estaba hastiado de que a diario “le revienten las pelotas” con sobornos para sacarle provecho a la construcción de lo que es hoy la sede de los ministerios de Salud y de Desarrollo Social (el lugar preferido de Evita Perón para sus balconazos). Para refrendar su incordio, antes de entregar la obra, José Hortal colocó en los vértices de la fachada principal dos esculturas casi del tamaño del Cristo de Alan García en el Morro Solar. Una carga en sus manos un cofre, y la otra extiende la palma de su mano hacia atrás, con el brazo pegado al cuerpo, y una mirada de “yo no fui”. Los argentinos, hasta este momento, siguen pensando qué les quiso decir el escultor, pero la figura de la coima está inmortalizada allí.

La moraleja, sin que sea un consuelo de tontos, es que en todas partes se cuecen habas. Que aquí y allá los faenones, negociazos, mermeladas, rompeduras de mano, aceitadas y ratas pululantes no tienen propiedad intelectual, copyright, código de barras o sello de agua. Odebrecht nos ha devuelto a una penosa realidad, que conjuga perfectamente con el predicamento “por Dios y por la plata” de algunas autoridades. Todo parece consumado.

No es gratuito que los últimos expresidentes, desde Fujimori hasta Humala -y el propio Kuczynski-, estén bajo la lupa fiscal y judicial; que “Lava Jato” sea el carnaval llegado de Brasil mejor danzado en el Perú; y que varios gobernadores regionales empiecen a vestirse de Rey Momo.

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