Acaba de cumplir 80 años el histórico luchador espiritual tibetano, Dalái Lama. Ha declarado que a estas alturas de su vida no está seguro de que quiera allanar el camino para un sucesor. Prima en su perspectiva de vida la idea de una suerte de eternidad en el liderazgo, tanto que ha anunciado que viviría hasta pasada la centuria de existencia. La retórica de su discurso a través de los tantos años que ha venido abogando por una verdadera independencia de la nación del Tíbet -que ya cuenta con cerca de 3 millones de habitantes- del dominio chino ha tenido en los últimos años un ligero matiz de adecuación acorde con las circunstancias.

En efecto, el Dalái Lama ha venido hablando de una ratio autonómica para su pueblo que no es lo mismo que una independencia. Se trata de una variación sustantiva y de fondo.

Es evidente que las espontáneas e impresionantes manifestaciones de algunos tibetanos que deciden prenderse fuego como signo más visible de ese rechazo al dominio de Pekín sobre el vasto territorio tibetano (1’228,400 km2) han promovido un nuevo estado de cosas, pero con ello no ha podido hacer doblegar a la pétrea actitud del gobierno central chino.

Es verdad que el control político del pueblo tibetano, desde que el Dalái Lama decidiera alejarse de la política en 2011, ha quedado en manos del líder en el exilio Lobsang Sangay, pero el pueblo mismo sigue atento al manto protector y liderazgo de su líder que por su perseverancia y denodados esfuerzos fue ungido como Nobel de la Paz.

El Dalái no ha escatimado en sus años de virilidad política por abogar la existencia de una sociedad democrática que considera el mayor problema para el proceso de integración del Tíbet, una región autónoma pero aún duramente controlada por China.