La construcción de un Estado capaz de suplir la mayor parte de las necesidades de la población con el fin de extender el control es uno de los viejos sueños del totalitarismo, cualquiera que sea la forma ideológica que adopte. De esta manera, el Estado busca voluntariamente extender una red clientelar que esteriliza la ciudadanía y convierte a las personas en autómatas que necesitan vivir de la subvención. La cultura de la subvención aparentemente filantrópica consolida el crecimiento del Estado y lo legitima. De allí que el estatismo en tanto forma de gobierno haya sido un recurso continuamente utilizado en sociedades donde se castra el espíritu emprendedor. Contra todo esto debe rebelarse el principio de subsidiariedad.

Con todo, el ogro filantrópico crece e intenta deconstruir la democracia. Afianzar una administración pública de calidad es una de las tareas urgentes del Bicentenario. Hoy todos han olvidado que cumplimos doscientos años de república, enfrascados como estamos en una guerra civil política de baja intensidad. El sueño de la unidad ha sido reemplazado por el ideal de la subvención y así el dinero fácil, la pitanza pública se ha convertido en el botín por excelencia, el festín deseado por los que no saben competir.

Estamos ante un problema grave, de difícil solución. Por un lado necesitamos un Estado eficiente, que solucione o contribuya a solucionar los grandes retos del país: salud, educación, infraestructura, etc. Pero también necesitamos un Estado que promueva el emprendimiento, que fomente la actividad privada, que confíe en la dura ética del trabajo. Predicar la molicie es la peor de las políticas públicas. Dejar todo en manos del Estado implica someter tu propia libertad.