Solemos reflexionar sobre las ramificaciones de los problemas, el estallido social, la debacle de los gobiernos, la caída de la clase política y el largo etcétera de la desgracia nacional. Sin embargo, son contadas las reflexiones sobre las verdaderas raíces del árbol frondoso de nuestra crisis política. Me parece relevante señalar que el equilibrio de poderes fue pulverizado cuando la política se internó en el estado de derecho. Mejor dicho, cuando un sector de nuestra política decidió que el poder de turno tenía injerencia directa en la esfera pública, en concreto, en el aparato represor del Estado.

De todas las estrategias gramscianas, esta es de las más perversas. En efecto, paralizar al enemigo con la amenaza inminente de la cárcel, abre frentes nocivos que terminan por destrozar cualquier principio democrático. Como país todavía no hemos hecho la autocrítica debida sobre lo que sucedió en torno a la prisión preventiva. Habría que sostener con todas sus letras que la Constitución y el Derecho fueron pisoteados ante la vista y paciencia de muchos falsos profetas de las instituciones. Mientras no comprendamos la hondura de esa herida, mientras no curemos esa llaga, nada bueno podrá construirse. La democracia debe sanar y la peor forma de enfrentar los problemas nacionales es ocultarlos bajo la alfombra de la rutina y el enfrentamiento.

Pienso, sin embargo, que la velocidad del enfrentamiento enturbia la mirada sobre el origen de nuestros males. Con todo, es preciso reflexionar sobre la importancia del Derecho y de los operadores jurídicos, esenciales para mantener un entorno democrático. Recuperar la auctoritas de nuestros juristas es fundamental. El camino de la verdadera independencia es, también, el sendero de la paz.