La Iglesia peruana está de luto. A los 84 años de edad, el padre José Luis Lerga Arbizu, CM., sacerdote de la emblemática Congregación de la Misión de Padres Vicentinos en el Perú -desde 1858 en el país-, nos ha dejado. Español, nacido en el pueblecito de Mendigorria (Navarra), a pocos meses del estallido de la Guerra Civil (1936-1939) que luego diera paso a la dictadura del general Francisco Franco (1892-1975), el padre Lerga ha sido trascendente entre los jóvenes de nuestro país. Lo voy a contar para que los lectores de Correo y todos los peruanos, conozcan acerca de su extraordinario legado. Apenas ordenado sacerdote -tenía 25 años- se embarcó hacia el Perú como muchos sacerdotes jóvenes que sin titubear aceptaron sus nuevos destinos de evangelización y catequización en América. Formado sólidamente en Teología entre Madrid y Salamanca -volvió a Europa en los años 80 para obtener su licenciatura en Roma-, sus clases en la Gran Unidad Escolar Ricardo Palma fueron un verdadero privilegio para la inmensa cantidad de adolescentes y jóvenes surquillanos de muchas generaciones que fuimos sus alumnos y que hoy lloramos su partida. Fue un santo en vida y no exagero. Tuvo la mirada más amorosa que pude conocer de un sacerdote. Esencialmente sabio, tenía el don de reflejar la mirada de Dios. No fue mediático. No era que pasara desapercibido porque su imponente personalidad promovía el contexto de la alegría, de la fe y de la esperanza, incluso para quienes se hallaban en sus horas menguadas. Ricos y pobres lo visitaban entre las casas vicentinas de Surquillo y Miraflores, donde más tiempo pasó. Lerga estaba lleno de Dios y por eso, solamente al escucharlo, los fieles quedaban encandilados y no exagero. Ese era su don. Amó al Perú tanto como a su patria y entonaba el Himno Nacional con la fuerza y la emoción con que amó a los peruanos. Fue un misionero docente por antonomasia -una moto fue su medio de transporte por décadas-, desplegando gran parte de su obra entre Lima e Ica, principalmente. Lerga, que ha partido con 68 años de vocación misionera y 57 de sacerdote, es la mejor explicación de por qué la educación religiosa o parroquial imprime un sello indeleble en los formados.