Me encontraba en Trujillo cuando se anunciaba la llegada del más ilustre argentino: Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, para el verano de 2018. Los tiempos eran recios contra la Ciudad de la Eterna Primavera, que un año antes había soportado el latigazo de los huaicos en marzo de 2017 y hacía más de 10 años que la extorsión y el sicariato ensangrentaban sus calles. El arribo era necesario para recibir un mensaje de paz.

En su visita, el papa mostró su sencillez, la misma actitud de su elección como sumo pontífice: cadena y crucifijo plateados, lo que ocasionó que los obispos dejen de lado la pomposidad del oro en pecho en señal de poder. En Huanchaco, le prepararon un minidepartamento para que descanse tras su arribo de Lima, pero solo lo utilizó unos cuantos minutos. La misma parafernalia le hicieron en el Arzobispado, pero tampoco se desgastó en acudir.

Durante la misa, el papa trajo el mensaje de esperanza para aquellos que lo habían perdido todo por el lodo y las lluvias del fenómeno El Niño. Era un jalón de orejas para las autoridades nacionales y regionales que a un año del desastre no habían podido ni entregar casas ni ejecutar obras de la reconstrucción con cambios. Pero, su presencia originó que haya un compromiso por cambiar las cosas. Era su palabra.Lo que el mundo le debe agradecer al papa es que exterminó muchos temas considerados tabú, ingresar al pantano de la sexualidad y dejar en claro que la iglesia se debe a las minorías. Nunca antes, un representante de los católicos se había reunido con aquellos “enemigos” que piensan diferente. Por eso, su palabra unía, agrupaba, involucraba, convocaba, mas no disociaba ni enemistaba a la sociedad. Ojalá que quien asuma el papado no haga borrón y cuenta nueva.