Con una espontánea combinación de bonhomía, intuición e inteligencia, el  ha conquistado el corazón de creyentes y agnósticos. Su preocupación por los problemas de esta atribulada humanidad ha despertado esperanzas tan grandes como su empeño en mitigarlos. Las expectativas que despierta su apasionado compromiso acrecientan las responsabilidades que asume para superar heridas y rencores entre pueblos y gobiernos. Su esfuerzo diplomático en las Américas ha permitido reconciliar a Cuba y EE.UU., dos países que hicieron de su enemistad un sentimiento contagioso en el Hemisferio.

La Guerra Fría fue el marco histórico de la revolución cubana que todos apoyamos. Creímos que era una insurgencia democrática contra la dictadura de Batista, como Castro proclamó. Pero la libertad desapareció cuando convirtió la isla en base soviética y núcleo de la subversión comunista en América Latina. La dictadura castrista sobrevivió a la caída de la URSS y Cuba se erigió en la Roma del socialismo. Su gesta “evangelizadora” se adaptó con la versatilidad de un camaleón. La permisividad de nuestras democracias dejó que ese virus debilitara el Estado de Derecho al extremo de relativizar el concepto de democracia para dar cabida a engendros como el “socialismo del siglo XXI”. Es Cuba la que adoctrinó a Chávez y Maduro, la que adiestró a sus socios del ALBA, y la que utiliza el petróleo de Caracas para consolidar esa coalición, donde las constituciones se cortan y recortan a la medida de presidentes vitalicios que vulneran libertades y derechos fundamentales.

El Canciller cubano acaba de acusar de intromisión a quienes protestaron por el linchamiento judicial de Leopoldo López, que pone en peligro su seguridad. Reiterando su apoyo “absoluto” a Maduro, ha denunciado una “cruzada contra los gobiernos progresistas” de la región (¡!). Actitudes tan arrogantes y provocadoras son incompatibles con el espíritu de reconciliación que el Papa propicia entre La Habana y Washington, que debería proyectarse a la renovación de las relaciones hemisféricas en su conjunto. Ese propósito, que Obama comparte, tiene un correlato viviente en EE.UU., donde la masiva inmigración de latinoamericanos es una demostración espontánea de integración panamericana. La palabra de Francisco será un aliento poderoso a favor de un estatuto migratorio que corresponda a esa positiva realidad. 

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